miércoles, 23 de abril de 2014

La abuela no quiere besos



-           No me beses.- Me había dicho la abuela.- Soy demasiado vieja. Ya tendría que estar muerta.
-          Pero quiero besarte.-le dije.- precisamente por eso, porque eres vieja.
-          Tu no sabes lo que es la vida. Cuando llega  una edad hay que morirse. No debería  ser triste. Me duelen todas las articulaciones cuando ando. La mitad del día no me acuerdo de quien soy. Si recorro más de 300 metros no sé donde estoy. A veces no me acuerdo ni quien eres tu. 
-          Yo te diré todas esas cosas abuela. Te diré quien soy yo, te diré donde estás, lo que has hecho antes… Así no tendrás que pensarlo tu. Y te daré masajes en las piernas para que no te duelan.
-          Sólo ayúdame a morir.
-          ¿ cómo puedo hacerlo?
-          Llévame al monte en donde se mueren los viejos.
-          ¿ y, donde está ?
-          Al otro lado de la montaña. Allí nos vamos todos cuando somos muy viejos. Allí se fue mi abuela y mi madre. Allí  te podrás ir tu algún día.
-          Y.. ¿ duele morirse en el monte abuela?
-          No, no duele porque esperas y la espera nunca es dolorosa. Cuando esperas que llegue algo sabes que siempre está más cerca y cada vez eres más feliz. Yo quiero morirme feliz.
La abuela me permitió que le diera un último beso en la mejilla y se quedó sentada al lado de un tronco. Al despedirme vi su sonrisa. Tenía la eternidad pintada en sus labios. 

miércoles, 9 de abril de 2014

Viaje a Italia

Cuando encontré  un billete de avión entre las páginas del libro “ bonjour tristesse” supe que Françoise Sagan  lo había escrito  únicamente para mi. Un billete a Italia con un ramo de flores, una gran caja de bombones, lencería fina recién estrenada  y la cara lavada de una niña de 19 años que no necesita acicates. Me escapé de casa para encontrarme con Mauro en Roma, la ciudad eterna. Soñaba sólo con estar en sus brazos y que el resto del mundo se olvidara de mi. Sagan, me decía entre páginas que el amor era eterno como Roma, en sus líneas me contaba lo contrario. Yo no lo creía. Era imposible que hubiera mezquindad en el amor. En Roma no había nadie esperándome y en mis manos tenía un papel con un teléfono falso. No volví a  Roma  hasta 50 años después. Allí supe que en ciertos lugares  dejamos siempre un poco de nuestra alma. Mis sentimientos y mis llantos volvieron como un boomerang a ahogarme entre las piedras.