
A
los 30 años rompí con todo por segunda vez. Después de vivir cuatro años en
Madrid, cogí una maleta y mi coche y me fui a un pueblo de 2000 habitantes en
el centro de Francia: Ussel se llamaba. Recorrí más de mil kilómetros con una
cinta de los Celtas Cortos pero la sonrisa eterna del escapista que ,
consciente de que no le gusta el lugar en el que está encerrado, ve una luz por
la que salir volando. Por el camino aprendí a disfrutar del paisaje, de cada
pueblo, del orden que impera en Francia. Aprendí que se puede ser muy feliz
viendo árboles a ambos lados de la carretera, algo de lo que ya no podemos
disfrutar en España. Mi lugar de destino
estaba en un sitio mágico rodeado de kilómetros de pinares. Un lugar en el que
las temperaturas podrían alcanzar los 17 grados bajo cero. Aprendí que se me
podía congelar el pelo si a primera hora se me estropeaba el secador. También
comprendí el significado de la
hospitalidad o el valor de la cultura.
Ir al cine o al teatro y volver directamente a casa sin tener que pasar por un
bar a tomar una cerveza. Eso me costó bastante al principio, estuve meses
arrastrando a mis compañeros a bares hasta que comprendí que después del cine y
del teatro preferían ir directamente a casa y pensar en lo que habían visto. En
Francia aprendí a tener horarios, a que en la mesa es tan importante la comida que hay sobre ella como la conversación que se genera alrededor. En Francia aprendí a no prejuzgar, a elegir
con quien quería compartir mi vida y con quién no, a ser selectiva con las personas.
La maleta sigue en el armario. Repleta de
vida. Y sigue llenándose ahora que empieza otro nuevo viaje. Este es distinto. Espero que vaya sobre raíles… balanceándose.