Dos veces en la vida he roto con todo. Con 20 y con 30 años. A
los 20 años hice las maletas y me marché a trabajar de “au pair” a un pueblo
pequeño del sur de Inglaterra. Era noviembre. No sabía a donde iba, ni con
quien, sólo sabía que en esa casa y con esa familia viviría el siguiente año. Esa
incertidumbre me provocaba miedo pero no tanto como seguir en un lugar en el
que no quería estar en el peor momento de mi vida. Así, me fui, expectante, con esa tristeza a otra parte. Me recibió una familia perfecta:
padres con sus dos hijos, una niña de seis años y un niño de 1. Esa noche se
había muerto el pez rojo de la pecera familiar. Su “pet” le llamaban. Con esa palabra empecé a construir mi diccionario de inglés.
Mi primera actividad en esa nueva familia fue el entierro en el jardín del pez
rojo. Nos abrazamos todos, enterramos el pez en un agujero al lado de un rosal
y lanzamos un pensamiento al cielo. Era una noche fría y estrellada, era una
noche silenciosa. Aprendí que los ritos son importantes, que hay que
despedirse, que hay que meditar, que hay que agradecer el tiempo pasado juntos
y luego saber decir adiós. La niña, Samantha, cogió mi mano y me enseñó mi habitación. Allí aprendí que no se
puede mojar la galleta en la leche: es de muy mala educación, que no se puede
regalar flores secas a los viejos: es como atraerlos a su tumba. Allí me sentí
madre tan joven que desee no tener hijos nunca: la responsabilidad perpetua me
resultaba demasiado pesada.
A
los 30 años rompí con todo por segunda vez. Después de vivir cuatro años en
Madrid, cogí una maleta y mi coche y me fui a un pueblo de 2000 habitantes en
el centro de Francia: Ussel se llamaba. Recorrí más de mil kilómetros con una
cinta de los Celtas Cortos pero la sonrisa eterna del escapista que ,
consciente de que no le gusta el lugar en el que está encerrado, ve una luz por
la que salir volando. Por el camino aprendí a disfrutar del paisaje, de cada
pueblo, del orden que impera en Francia. Aprendí que se puede ser muy feliz
viendo árboles a ambos lados de la carretera, algo de lo que ya no podemos
disfrutar en España. Mi lugar de destino
estaba en un sitio mágico rodeado de kilómetros de pinares. Un lugar en el que
las temperaturas podrían alcanzar los 17 grados bajo cero. Aprendí que se me
podía congelar el pelo si a primera hora se me estropeaba el secador. También
comprendí el significado de la
hospitalidad o el valor de la cultura.
Ir al cine o al teatro y volver directamente a casa sin tener que pasar por un
bar a tomar una cerveza. Eso me costó bastante al principio, estuve meses
arrastrando a mis compañeros a bares hasta que comprendí que después del cine y
del teatro preferían ir directamente a casa y pensar en lo que habían visto. En
Francia aprendí a tener horarios, a que en la mesa es tan importante la comida que hay sobre ella como la conversación que se genera alrededor. En Francia aprendí a no prejuzgar, a elegir
con quien quería compartir mi vida y con quién no, a ser selectiva con las personas.
La maleta sigue en el armario. Repleta de
vida. Y sigue llenándose ahora que empieza otro nuevo viaje. Este es distinto. Espero que vaya sobre raíles… balanceándose.