La hora de la siesta se convertía en una pequeña eternidad.
La casa se volvía silenciosa. Sólo se
oían pájaros y moscas que sobrevolaban mi cara. Entonces el tedio era el silencio. Y los
minutos pasaban sin que se moviera una nube, sin que se moviera el mundo.
Temía, entonces, que no volviese nada a la vida y que me tuviese que quedar entre las moscas escuchando pájaros. Era el momento de inventar juegos solitarios.
Perseguir una hormiga hasta su casa, observar una mariquita andando por mi dedo
hasta que se decidía a abrir las alas y volar o simplemente sentir la tierra
entre mis manos. Era una aventura ver como mis uñas se ponían negras de
barro. Estaba inventando la manicura
francesa a la inversa. Estaba construyendo un mundo paralelo que apagaba con
enorme éxito el tedio del silencio. Entonces no lo sabía, pero, estaba
fabricando ese pedazo de mundo que día a día me salva la vida.