domingo, 28 de junio de 2015

Sobre raíles 1

Dos veces en la  vida he roto con todo. Con 20 y con 30 años. A los 20 años hice las maletas y me marché a trabajar de “au pair” a un pueblo pequeño del  sur de Inglaterra.  Era noviembre. No sabía a donde iba, ni con quien, sólo sabía que en esa casa y con esa familia viviría el siguiente año. Esa incertidumbre me provocaba miedo pero no tanto como seguir en un lugar en el que no quería estar en el peor momento de mi vida. Así, me fui, expectante,  con esa tristeza a otra  parte. Me recibió una familia perfecta: padres con sus dos hijos, una niña de seis años y un niño de 1. Esa noche se había muerto el pez rojo de la pecera familiar. Su “pet” le  llamaban. Con esa palabra  empecé a construir mi diccionario de inglés. Mi primera actividad en esa nueva familia fue el entierro en el jardín del pez rojo. Nos abrazamos todos, enterramos el pez en un agujero al lado de un rosal y lanzamos un pensamiento al cielo. Era una noche fría y estrellada, era una noche silenciosa. Aprendí que los ritos son importantes, que hay que despedirse, que hay que meditar, que hay que agradecer el tiempo pasado juntos y luego  saber decir adiós. La  niña, Samantha, cogió mi mano y me  enseñó mi habitación. Allí aprendí que no se puede mojar la galleta en la leche: es de muy mala educación, que no se puede regalar flores secas a los viejos: es como atraerlos a su tumba. Allí me sentí madre tan joven que desee no tener hijos nunca: la responsabilidad perpetua me resultaba demasiado pesada.
                A los 30 años rompí con todo por segunda vez. Después de vivir cuatro años en Madrid, cogí una maleta y mi coche y me fui a un pueblo de 2000 habitantes en el centro de Francia: Ussel se llamaba. Recorrí más de mil kilómetros con una cinta de los Celtas Cortos pero la sonrisa eterna del escapista que , consciente de que no le gusta el lugar en el que está encerrado, ve una luz por la que salir volando. Por el camino aprendí a disfrutar del paisaje, de cada pueblo, del orden que impera en Francia. Aprendí que se puede ser muy feliz viendo árboles a ambos lados de la carretera, algo de lo que ya no podemos disfrutar en España.  Mi lugar de destino estaba en un sitio mágico rodeado de kilómetros de pinares. Un lugar en el que las temperaturas podrían alcanzar los 17 grados bajo cero. Aprendí que se me podía congelar el pelo si a primera hora se me estropeaba el secador. También comprendí el significado de  la hospitalidad o el  valor de la cultura. Ir al cine o al teatro y volver directamente a casa sin tener que pasar por un bar a tomar una cerveza. Eso me costó bastante al principio, estuve meses arrastrando a mis compañeros a bares hasta que comprendí que después del cine y del teatro preferían ir directamente a casa y pensar en lo que habían visto. En Francia aprendí a tener horarios, a que en la mesa es  tan importante la comida que hay sobre ella  como la conversación que se genera alrededor.  En Francia aprendí a no prejuzgar, a elegir con quien quería compartir mi vida y con quién no, a ser selectiva con  las personas. 

                 La maleta sigue en el armario. Repleta de vida. Y sigue llenándose ahora que empieza otro nuevo viaje. Este es distinto.  Espero que vaya sobre raíles… balanceándose.

4 comentarios:

  1. Muchas gracias por leerlo y disfrutarlo . Un abrazo

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  2. Dos viajes exteriores e interiores al mismo tiempo. Viajes que ayudan a curar y a crecer. Muy bonito, Lourdes. Un abrazo.

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    1. Gracias Luisa, creen que los viajes merecen la pena cuando se hacen por dentro y por fuera. Un abrazo.

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