La
calva del profesor de dibujo era la diana perfecta para lanzar sobre ella trozos de papel
mojados con saliva. Las pequeñas bolas se quedaban pegadas e iban resbalando
hasta el cuello antes de que el escuálido
profesor se diera pausadamente la vuelta. Así ganábamos tiempo para guardar nuestros
cañones debajo de la mesa.
.- ¿Quién ha sido?.- Preguntaba, sabiendo que no iba
a tener respuesta. 40 ojos grandes le
observaban, ocultando risas e imaginando el momento del siguiente cañonazo. Sólo lanzábamos nuestra munición sobre ese
hombre enjuto que nos tenía un miedo letal. Pronto le dispararíamos las balas de papel directamente a la cara. Su miedo nos resultaba,
entonces, enormemente atractivo. Al profesor lo atropelló un coche a la salida del Instituto.
Fue una gran pérdida. No pudimos volver a usar toda nuestra munición.