miércoles, 15 de julio de 2015

Marilúa y el miedo

El olor a naftalina del armario tenía un poder narcotizante que moldeaba el ritmo de los pensamientos. Marilúa lo había experimentado  la primera noche que durmió dentro. Ese día   habían asesinado a Olof Palme en plena calle.  En algún lugar del mundo buscaban al autor del tiroteo  que había huido del lugar del crimen. Marilúa lo vio en televisión al anochecer. 
Interrumpieron los dibujos para dar la noticia. Enseguida supo   que ese monstruo asesino se había escondido  debajo de su cama.  Fue esa misma noche cuando se trasladó a dormir al armario y desde allí lo oía respirar como si fuera una flauta desvencijada.   Marilúa nunca se atrevió a confesar  al servicio secreto que el asesino que buscaban tan insistentemente estaba debajo de su cama porque  el armario, finalmente, se había convertido en algo deseable, en un proyector de sueños. Nunca apareció el asesino de Olof Palme. Fue uno de los grandes  crímenes sin resolver. Sólo Marilúa sabía que aquel monstruo asesino  seguía agazapado pegado al somier de aquella cama que hacía unos años habían trasladado a la casa de campo.

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