El olor a naftalina del
armario tenía un poder narcotizante que moldeaba el ritmo de los pensamientos.
Marilúa lo había experimentado la primera noche que durmió dentro. Ese
día habían asesinado a Olof Palme en plena calle. En algún
lugar del mundo buscaban al autor del tiroteo que había huido del lugar
del crimen. Marilúa lo vio en televisión al anochecer.
Interrumpieron los
dibujos para dar la noticia. Enseguida supo que ese monstruo
asesino se había escondido debajo de su cama. Fue esa misma noche
cuando se trasladó a dormir al armario y desde allí lo oía respirar como si
fuera una flauta desvencijada. Marilúa nunca se atrevió a confesar
al servicio secreto que el asesino que buscaban tan insistentemente
estaba debajo de su cama porque el armario, finalmente, se había
convertido en algo deseable, en un proyector de sueños. Nunca apareció el
asesino de Olof Palme. Fue uno de los grandes crímenes sin resolver. Sólo
Marilúa sabía que aquel monstruo asesino seguía agazapado pegado al
somier de aquella cama que hacía unos años habían trasladado a la casa de
campo.
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