Salió con la cabeza baja y el pelo revuelto. Con su bota medio rota dio
un fuerte golpe a una piedra que salió
despedida varios metros hacia delante. “Nunca antes la había lanzado tan lejos” – pensó-. “A lo mejor es porque estoy haciéndome mayor”.-
se dijo. Esa milésima de segundo le sirvió para olvidar, para que la tristeza desistiera, para que brotara una
ligera sonrisa, para convertirse de nuevo en niña. Pero duró poco. Siguió
andando con paso firme entre los charcos, con las manos heladas en unos
bolsillos que tenían pequeños agujeros entre el forro. Metiendo su dedo por la
hendidura se iba haciendo más grande. Le gustaba sentir el estallido de la
costura. Ver cómo su dedo conseguía dominar la tela aparentemente fuerte y
hacer un agujero por el que tirar piedras al suelo e intentar que entraran
directamente en su bota. Sería un buen escondite. –Para cuando vengan los
malos- pensó. Y yo tenga la llave del cofre que me dieron los piratas. –Meteré
la mano en el bolsillo y se irá directamente a la bota. Nadie la buscará allí.
Luego mirarán mis bolsillos, los verán rotos, y, mientras, me echaré a llorar.
Y se creerán, los malos, que la he perdido por el camino. Y, entonces, mi llave
mágica será solamente para mí.– Abrió sus grandes ojos, entre tantos
pensamientos de piratas, buenos y malos, no se dio cuenta de que era de noche y
de que tenía miedo. Además de frío,
enfado y tristeza, odio y dolor. Todo se entumecía en su cuerpecito
pequeño mientras andaba cada vez más rápido. “Los malos no me verán con esta oscuridad” pensó. Una vez, había
dicho la tía Elvira, se llevaron a una niña como yo“Nunca la volvimos
a ver”, repetía la tía Elvira. “Y era
una niña bien guapa e inteligente”.
de debajo de esas piedras,
se había perdido. Era una niña que andaba sola y de noche por los caminos. Y la
metieron en un saco. La niña gritaba, le tenía miedo a la oscuridad, a estar
sola, a estar perdida.
Empezaba a temblar pensando en todo
esto. Se le había puesto la punta de la nariz roja en su piel aterciopelada de
niña. Una piel nueva que se hacía más mofletuda según avanzaba la cara. Tenía
ojos pequeños, como achinados, que miraban insistentemente hacia el suelo, por
timidez o por inseguridad. Sus labios eran una fina línea perfilada de forma
desigual, los apretaba fuertemente, casi haciéndose daño. Por ese orificio de la boca se imaginaba que podían entrar los
granos de maíz hasta el estómago y allí crecer y hacerse espigas. Así, pensaba,
que si crecía lo suficiente, le saldría por la oreja una enorme espiga con
melena pelirroja. Y sería maga, sacaría de su oreja una espiga con la que
realizaría una muñeca, le pondría trenzas con el pelo. Se lo peinaría con sumo
cuidado para no romperlo y le haría trajes de noche. Y cuando se cansara, o
para ocultarla de los malos o de los piratas, la metería de nuevo empujándola
para dentro hacia el estómago.
De nada servía pensar en espigas. El
viento volvía a soplar más frío y hacía ruido, rugía mientras rodeaba a la niña
con sus brazos. El viento se llamaba Pandora, le habían dicho. Y tenía brazos y
piernas y una boca tremenda que respiraba aire con olor a canela y fresa. Se lo
habían dicho y ella lo creía porque había experimentado ese olor y ese sabor.
Si abrías la boca cuando soplaba muy fuerte lo podías probar como un helado y
comprobar su sabor y textura. Esa noche la niña lo quiso probar y metió una bocanada
por su cuerpo. Estaba frío, helado, sabía a miel, miel helada que se envolvía
de forma pegajosa en los brazos y en las piernas. La estaba atrapando, le estaba
impidiendo andar. Sus miles de brazos agarraban sus botas, sus rodillas y la
tocaban por todo el cuerpo.
-Apártate – le
dijo. El viento le hablaba. Le decía
constantemente cosas al oído. Un lenguaje que no entendía, un sonido que se
hacía más fuerte y más débil por segundos. “Ojalá
me lleve”- pensaba. Rodeada en unos brazos. Abrazada como hacía su madre
antes de morirse. Aquellos brazos eran cálidos, suaves, con susurros
incorporados de palabras cariñosas. – Alguien había dicho: “En ningún lugar del mundo estarás mejor que en los brazos de una madre”.-
Ahora estaba en los brazos de Pandora. Y podía volar, mecerse sobre los árboles
altos, las praderas, las flores. Flotar y ver aquellas luces a lo lejos. Era
una casa seguramente y llegaría allí si seguía meciéndose. Sería una casa
cálida, llena de amor, de sensibilidad, le acariciarían la frente y la dejarían
secarse frente al fuego. Y estaría allí días y días con el fuego, viéndolo
subir y bajar. Mientras volaba, recordaba el miedo, ese que se mete en el
cuerpo y encoge los músculos hasta doler infinitamente.
Pero… cuando abrió los ojos no
había casa, ni chimenea, ni humo, ni casi viento, sólo había oscuridad y miedo.
Su pequeño cuerpo temblaba y no podía evitarlo. Se acurrucó junto a un árbol
esperando a que algo pasara, a que algo evitara su miedo, su frío, su temblor.
Pero sin madre no podrían existir nunca más el calor y el amor. Por eso había
echado a correr, para escapar de la madre muerta. El frío le había enseñado,
que una madre muerta es la que nunca va
a abrazar, ni a arropar, ni a dar calor.