Curioso nombre el que le
pusieron: Esperanza. Fue idea de la madre. Era la primera hija que tenía con 16
años. Luego vendrían otros seis, todos
con más pena que gloria. Esperanza había crecido viendo engrendrar hijos a su madre. Dando a
luz y amamantando uno tras otro hasta que se tenían en pie. Todo entre pelea y
pelea de hombres que se sucedían. Algunos, borrachos, otros, vagos vividores.
Con todos había compartido algunos momentos de caricias, de amor de palabras
dulces. Esperanza había aprendido a querer a su madre con total entrega y
sumisión . Se había convertido en el hombre fiel que le hubiera gustado tener a
la madre. La había ayudado en sus heridas tras la palizas, le había comprado
vino para olvidar el desamor y había cuidado de sus otros hijos.
Para Esperanza
su madre era la gran heroína que iba por
el mundo saltando piedras, cada vez más grandes, cada salto con un ritmo más
tenebroso. Era el brazo al que agarrarse en cada tropiezo. Era el gigante que
siempre protegía. Era la fuente de todas las respuestas. Por todo eso a la chica se le rompió el
corazón cuando a los 13 años la ingresaron en un centro de menores. Nadie
entiende mejor que ella la crueldad de ser menor en una mente ya madura. El deseo
se convierte en frustración, el ansia en rencor. Las tripas empiezan a
engrendrar bilis de violencia. Esperanza sentía unas manos fuertes que crecían
desde su estómago hacia el exterior. Unas manos que ahogarían a la primera
oportunidad, que matarían, que robarían, que destrozarían, que insultarían.
Esas manos se iban adueñando de su cuerpo en medio de esa inseguridad de
niña-mujer. Unos sentimientos que
empezaba a guardar como un hatillo fruto de esa separación frustrante,
violentada, obligada. Esperanza creía que su madre no podría vivir sin ella con
los seis hermanos pequeños. La habían metido a la fuerza en el colegio de las
concepcionistas. Una monja vestida de negro la había cogido de la mano para
llevarla a una habitación. Ella se había resistido al ver a la madre gritar
fuera. Había insultado a la monja, le había mordido la mano y ésta le había
respondido con una torta. Las manos del interior empezaban a crecer , hinchadas
por el odio, buscaban fuerzas para aprisionar a esa monja hasta el fondo de las
baldosas. Pero su cuerpo era todavía frágil, pequeño, delgado. Su garganda se
quedaba seca de gritar. En un suspiro se cayó en la cama empapando de lágrimas
la colcha. Las manos hinchadas le salían por los poros esperando para la pelea,
para asesinar, para parar el mundo, para parar la vida. Esperanza era demasiado
fuerte para que un entorno la aprisionara, la separara de su madre, la obligara
a hacer algo fuera su voluntad. Que un juez decidiera que tenía que vivir lejos
de su madre. Un juez que pasaba los
veranos en la piscina. Un juez que aprendió a encauzar sus sentimientos, a no
sentir miedo, a no estar solo, a ser sociable, a mostrarse seguro, inteligente
y a la vez sentimental. Esperanza había
aprendido unicamente a defenderse, a saber sortear patadas y a no quedarse
callada nunca. De lo que estaba segura en la vida es de que quería estar con su
madre y sus seis hermanos buscándose la vida por las calles de Lugo, sentándose
en la plaza de abastos y esperar a que cerraran los puestos para pedir las
sobras, o durmiento en el entresuelo de la calle Conde que le habían dejado a
su madre para vivir con sus hijos. Esperanza sabía que mataría por ser dueña de
esa vida, por una caricia de la madre o por una sonrisa. Por eso lo había
pensado todo a la perfección. En la habitación había una ventana estrecha por
la que cabría si adelgazaba unos kilos. Había dejado de comer los días
anteriores. Llevaba al comedor cuatro jaboneras que había robado a sus
compañereas de cuarto y allí metía trozos de filete y de pescado para que se
pensaran que había comido la mitad del menu. Al tercer día el estómago dejó ya
de sentir y en su cabeza cabia solo la imagen de esa pequeña ventana hacía el
exterior. Salió de noche. Era noviembre. El viendo arañaba la cara con su rumor
helado. Esperanza consiguió escurrir su ya escuálido cuerpo por la ventana.
Dejándose deslizar por la piedra desigual estaría en un minuto en la calle.
Cuando sus pies tocaron el suelo las manos agazapadas en su estómago se
disiparon, empezaron a menguar, a hacerse invisibles. Empezó a correr hacia ese
mundo que parecía esperarla, hacia la libertad. Y deseó que se parase el
tiempo, deseó envejer corriendo, con el aire helador pegándole en la frente
pero con el estómago limpio y con el cuerpo completamente libre.